Monday, November 15, 2004

LOS QUE CRUZAN MÁS DE TRES FRONTERAS

De Nicaragua al DF

Nicaragua me quedaba distante y en la vida sólo sabía de un nicaragüense, Rubén Darío.

Francisco y Melvin entraron en mi vida, más bien dicho, en mi casa, el 15 de mayo de 2004. Venían de Nicaragua después de un mes de viaje: largas caminatas de noches frías y mediodías calcinantes, travesías en trenes de carga, que de noche se vuelven terribles como un horno y de noche, insoportables como frigoríficos. Camiones, autobuses, taxis… Los habían asaltado en cuatro ocasiones, tenían tres días sin comer y ningún peso en los bolsillos.

Rosa, la hermana de mi amigo Raúl apeló a mi sentido humano y me pidió que le hiciera el favor de recibir en mi casa a Melvin y Francisco, sus cuñados. Me llamó desde Los Ángeles California para decirme que los muchachos… desde hace un mes… cuatro asaltos… tres días sin comer… viene para acá… no tiene dinero… y que si por favor les pagaba el taxi. Ella buscaría la manera de reponerme los gastos.

Rosa es la hermana de mi mejor amigo, Raúl, y por este hombre que me ha dado una de los afectos más sólidos de mi vida fue que se me acabó de remover la compasión.

Salí a la calle para recibirlos: uno delgado, delgadísimo, moreno, rostro afilado, serio, con esa timidez extrema que hace tener la vista siempre recorriendo el suelo. El otro fornido, casi gordo, piel más clara, risa de dientes parejos, menos tímido, más seguro de sí. Me costó trabajo acostumbrarme a su acento.

Los invité a comer al mercado. Les ofrecí mi casa: se bañaron, charlaron un poco conmigo, los puse en contacto con Rosa y el esposo de Rosa, o sea, el hermano de ellos. Quedamos de acuerdo: les mandarían algunos dólares por medio de una de esas empresas en que el dinero llega casi al instante; a mi nombre, por supuesto. Que yo les hiciera el favor de recoger los pesos que fueron dólares, les comprara un boleto a Tijuana, los llevará a la Central de Autobuses y que me cobrara por las molestias ocasionadas.

El dinero llegó hasta el tercer día. Mientras, escuché varias historias de humillación y vergüenza que me encendieron la indignación: un hombre que deja a su mujer, a sus tres hijos y una vida de miseria que no da para más, decide atravesar varios países para encontrar un empleo en el que su esfuerzo sea mejor remunerado. Varios muchachos que echan mano del arrojo de su juventud para buscar en otro país un futuro menos deprimente. Mujeres que se rebelan su condición de amas de casa y a su destino doméstico y se ponen pantalones y valor y se van también en trenes y caminos con rumbo al norte.


De la desesperación a la esperanza

Por estos errantes de la América Central supe que si los de la migra te persiguen mientras tiran de balazos es sólo por asustarte “porque ser migrante no es delito”. Que si te amenazan y te ponen el cañón frente al corazón o en la sien y te dicen “hasta aquí llegaste” es sólo por sacarte un susto y unos cuantos billetes. Que si te catean la ropa, el cuerpo y tus partes íntimas es porque buscan droga… “porque eso sí es delito”.

Por estos muchachos buscadores sueños supe que llegar a la frontera de los Estados Unidos no es cuestión de dinero sino cuestión de sufrimiento y suerte; “porque no tiene caso llevar dinero para que luego te lo quite la migra… lo único que se necesita es un poco para comprar comida en los poblados en que el tren o el autobús se detiene…”

Aprendí , con estos muchachos armados de decisión, a doblar billetes de cincuenta y cien pesos en su mínima expresión, a envolverlos en plástico para podértelos echar a la boca en caso de que te agarre la ley y quiera exprimirte tu capital de viaje. Me explicaron también que es mejor llevar tenis ligeros para poder correr y un pantalón que te permita los saltos para poder escapar entre los matorrales.

Me dijeron que era conveniente llevar dos cambios de ropa nadamás, uno sucio y otro limpio, el sucio para poder acostarte en el piso mugroso del tren o en la tierra bajo un árbol y dormir un poco; el limpio para, en caso de que se detenga el tren, el autobús, salir al pueblo más cercano a buscar comida y que no sospechen de tu mugre.

Comentaron que es mejor llevar una chamarra gruesa para cuando viajes en tren y te toque la guardia encima del techo para ir vigilando; que en estos casos es mejor amarrarte, no vaya a hacer que en un movimiento brusco o en un cabeceo, el tren te tire en medio de la selva o del desierto.

Dicen que la migra de México “es más perra” que la de Estados Unidos, que si el gobierno mexicano permitiera el libre tránsito de los centroamericanos “los policías de acá seguirían persiguiendo y golpeando a los migrantes porque es su negocio y además les gusta”

Supe, por boca de estos esperanzados, que de la frontera sur salen cientos (“como quinientos”) y de ellos sólo llegan diez. Que la gente que conoce su destino de ilegales se niega a ayudarles por el riesgo de que la policía los acuse de polleros y les eche un montón de años de cárcel.


Del DF hasta Sinaloa, nomás.

Con el dinero que nos dieron por aquellos dólares que nunca vimos compramos dos boletos para Tijuana, el dinero que sobró lo repartí en dos partes iguales para los hermanos. Hubiera sido un asalto quedarme con la parte que me correspondía “por las molestias ocasionadas”, según dijo el hermano del norte.

Tomé una de mis mochilas, le puse unas manzanas, galletas, papel higiénico, y unas pastillas para el dolor de panza; le di una de mis chamarras a Francisco y por poco me animaba también a echarles la bendición.

También les eché unas palabras de aliento: “en un par de meses iré a Los Ángeles a visitar a mi amigo Raúl ¿eh? Allá quiero verlos. Voy a ir a cobrarles todo lo que me deben. Espero que me inviten a cenar”.

Me dijeron adiós desde la puerta del autobús el día 18 de mayo de 2004 a las seis de la tarde. Yo me regresé a casa saboreando mi más buena acción de los últimos años.

Luego supe que en Culiacán los hicieron descender del carro, junto con los demás pasajeros, les pidieron identificaciones. Que Melvin trató de imitar el acento chilango para engañar a la policía, mientras Francisco se desternillaba de risa ante la imitación graciosa y fallida de su hermano. Que los regresaron a Centroamérica, que Melvin decidió regresar con su mujer y sus hijos, resignado a su vida de miseria y que Francisco decidió quedarse en Guatemala a trabajar de mesero y a esperar que le creciera nuevamente la esperanza.

De ida y de vuelta

El día 13 de octubre llegué a mi casa a las nueve de la noche. Don Julio, el guardia que vigila nuestro edificio me dijo “Aquí lo está esperando su amigo”. De la casetita de vigilancia vi asomarse la cara de Francisco, el nicaragüense que entró en mi casa y en esta historia el 15 de mayo, el día del maestro.

Pensé que no te volvería a ver nunca, le dije. Yo tampoco, contestó. Pásale y cuéntame. No quería molestarlo, me dijo, pero hace cuatro días que estoy aquí por Lechería; sin comer, no tengo dinero y me acordé de usted, perdóneme. No te preocupes, ven, vamos a comer.

Y me contó que esta vez había decido viajar en tren, que era más seguro, que un primo suyo había llegado de esta manera hasta la frontera norte y que recomendaba ampliamente el procedimiento. Que era cuestión de ponerse por donde había unas vías, esperar al gusano de hierro, correr tras él, abordarlo en movimiento y seguir hasta no sabemos qué destino.

Van muchos en el tren y unos vigilan sobre el techo para ver cuando se vaya a detener, entonces, si se detiene, hay que correr a esconderse y si es en un pueblo hay que arriesgarse a ir a buscar comida y estar listo para que el tren no se vaya sin ti.

Entre nosotros hay mucha ayuda, si ya no tienes comida otros compañeros de viaje te pueden dar; al fin que cuando tu tengas les puedes dar a los demás. Todos somos hermanos del mismo destino, somos de Centroamérica y vamos con rumbo a la tierra de sueños.

Una vez que me puso al tanto de su segundo intento, hablamos a Los Ángeles, los de allá se deshicieron en agradecimientos y me explicaron el procedimiento: dólares a mi nombre, yo se los doy a Francisco, el se compra zapatos, ropa, comida y se va a abordar el tren de la incertidumbre que tiene un largo y lejano destino hacia la esperanza.


Desde aquí hasta no verte

Oiga maestro, ¿y cómo sabe que el muchacho está bien o está mal? Me preguntó el guardia que me ayudó a rescatar la última vez al nicaragüense pescador de sueños. No lo sé don Julio, no lo sé. No sé si Francisco, veinte años, nacido en Matagalapa, borracho de esperanza, vive o muere. No sé si quince días después de que se fue a buscar su tren haya llegado a la frontera, a Los Ángeles, o al punto de partida: Honduras o Nicaragua. No sé si este joven aún esté en un vagón en movimiento compartiendo un pan duro, una manzana nueva, con algún otro hermano de destino.

Yo lo volví a despedir con la amenaza de cobrarle todo allá en Los Ángeles (fue mi manera de encenderle las ganas de seguir), pero no sé si vuelva a verlo vivo. No sé si haya podido soportar otros días sin comida, otras noches de vigilancia en el techo del tren mientras llovía.

No puede saberse si la “perra migra” le haya dejado llegar con sus 50 dólares o si le hayan puesto el cañón otra vez en la sien para quitarle su dinero y sus sueños.

Ignoro el destino de ese muchacho, como muchos ignoramos los destinos de otros, de cientos, que pasan por esta ciudad después de haber pasado una, dos o más de tres fronteras, en busca de una vida que han soñado mejor. No sé, no sabemos, o no queremos saber de los que van sufriendo en un tren de metal o en el mismísimo tren de la vida.

México, D.F. 27 de octubre de 2004.