Wednesday, April 04, 2007

OLORES DULCES

Al cuarto para la seis de la mañana sonaba triste el silbato del viejo corazón del pueblo, el ingenio de azúcar anunciaba a la gente que faltaba un cuarto de hora para que los obreros ingresaran al primer turno del día. A mí ya me había despertado mi madre desde antes del silbatazo pero yo había decidido caminar otros quince, diez, cinco, dos minutos más en el camino de los sueños.

Pero había un despertador contra el que no podía: el olor del café que mi mamá me había preparado. De la cama iba directamente a la mesa como si el olor de aquella bebida se volviera un hilo que me jalaba de la nariz.

Al pasar por el cuarto de mis hermanas alcanzaba a percibir el olor de sus profundos sueños, también se olía un poco la reciente ausencia de mi papá, pero ninguno de esos olores lograba cortar el hilo del café recién hecho que me jalaba hacia la mesa.

Después del café, que yo tomaba en piyama, pasaba a darme un baño que me dejaba las fragancias que yo ahora le llamo “de adolescencia”, luego me vestía, me despedía de mi madre, quien me perfumaba con un beso y yo salía bendecido por los aromas familiares a vivir los olores del mundo.

Nuestro pueblo nadaba en el olor pegajoso de la caña de azúcar, dulce verde de los cañaverales que rodeaban al pueblo, dulce quemado de incendios que preparaban la caña para el corte y la molienda, dulce del jugo de la caña molida, dulce del azúcar moreno que se iba acumulando en costales blancos, allá atrás de la fábrica. Yo iba por las calles de piedra de nuestro pueblo, de madrugada, nadando en los olores dulces que manaban del centro del corazón de Quesería.

Apenas había caminado siete cuadras cuando podía sentirse el más santo de todos lo olores, era un río crecido de aromas que arrastraba los malos olores de los días, una corriente que borraba tristezas y malos recuerdos, un torrente que acababa con la dulzura del olor de la caña y su camino al azúcar, un arroyo grande que no sólo me podía regresar de los sueños, sino que aún hoy, me puede traer desde la muerte y mantenerme despierto una eternidad. El olor a pan.

La fábrica de azúcar que palpitaba en el centro del pueblo era el corazón, pero el olor pan, esparcido desde tres celestes panaderías era el alma de Quesería, era el alma de nosotros. Era mi alma. Por el olor el pan, por estar cerca de él, por disfrutar sus formas distintas y sus colores varios, por llenarme de su olor el cuerpo, había aceptado ese primer trabajo de mi adolescencia: ayudante de panadero, que implicaba descender al purgatorio de madrugar cada día, pero que me permitía ascender al paraíso de las panaderías de mi pueblo.

Fue por mi amor al pan y a sus olores que entendí, como quién de golpe comprende el mundo, esa delicia de versos de Ramón López Velarde:

Tu barro suena a plata, y en tu puñosu sonora miseria es alcancía;y por las madrugadas del terruño,en calles como espejos, se vacíael santo olor de la panadería.


México, D.F. 26 de febrero de 2007.

TEXTO QUE ELABORÉ COMO TAREA EN EL TALLER DE "ESCRITURA CREATIVA" DIRIGIDO POR BERTHA HIRIART.

DOS POEMAS PARA NIÑOS



Cielo

Qué mejor prueba
de que el mar
también es cielo
que una estrella de mar
con brillo nuevo.

Qué mejor testimonio
que la luna
acostada en el mar,
pero sin sueño,
para decir
que sí,
que el mar es cielo.


Corazón

¿El mar
es corazón
y sus latidos
olas?

¿O tenemos
un mar
en pleno
corazón?

Estos poemas forman parte del libro "PALABRAS DE ARENA Y SAL" de próxima aparición en la Editorial Trillas, México. (Ilustraciones de Ricardo Figueroa)