Wednesday, February 11, 2009

UNA ESCALERA DE VERSOS

Enrique Lepe García
enriquelepe@yahoo.com.mx

La casa de mi infancia estaba en una colina. Mi papá construyó una escalera de piedra para subir hasta ella. Pero mi madre decía que había que hacer algo más para salir del pozo de la pobreza. Mi papá no lo sabía, no lo sabe (y estas palabras impresas quieren ser una confesión), que por aquella época en que mis hermanas y yo vivíamos niños, también nos empezó a fabricar una escalera de palabras que nos sacó de ser tan pobres. La historia es ésta:
Por la vía de mi abuelo que era un gran lector nos llegaban a casa papeles de leer: una revista extraña, un documento suelto, algún libro perdido, un periódico viejo. Recuerdo que lo que llegó más de una vez a casa fue la revista extraña llamada Duda, que hablaba sobre ovnis y cosas misteriosas; el periódico viejo se llamaba Alarma! y tenía noticias de policías, ladrones y asesinatos. Esto sucedía al anochecer, con un Papá cansado del trabajo del campo o a veces ocurría los domingos, en medio de una fiesta de pobres: estar juntos y charlar y vernos y jugar. Y entonces mi papá leía con su voz de hombre y de sabio.
Él no había terminado la educación primaria, nos dijo que apenas llegó al tercer grado y entonces su forma de leer era pausada, difícil, esforzándose por hacer sonar perfecta cada letra; tropezaba con las palabras nuevas, las que casi no se usaban en casa, y las leía una vez, otra, otra vez, hasta que le salían redondas como globos y entonces sus palabras se elevaban hasta el techo de cartón de nuestra casa. Como globos, dije.
A mí me encantaba escucharlo, lo sé ahora que confieso, porque la imagen de su boca traduciendo las letras, porque su voz alargando las palabras, son todavía dos clavos mohosos pero fuertes que sostienen los recuerdos de mi infancia. Nos leía la descripción de los supuestos habitantes de un lejano planeta, nos leía alguna nota de una mujer infiel asesinada por su marido. No importaba qué leyera, su voz nos sacaba de la casa, del pueblo, de la miseria un rato. Su voz era magia.
A veces no leía en el papel, nos leía de sus recuerdos y nos decía de memoria los textos con los que había aprendido a leer en la escuela:
Este niño es un llorón.
No se baña ni se peina.
Nunca se corta las uñas,
ni usa tampoco pañuelo.
Será bueno darle un baño.

Con estas palabras su voz no tropezaba, no se detenía, eran dichas con el ritmo de su corazón y el calor de sus recuerdos. Después supe que todas estas palabras que nos leía desde el pasado eran del libro llamado “Método Onomatopéyico” de don Gregorio Torres Quintero, con el que mi padre, y miles de niños del país, aprendieron a leer (justo acabo de conseguirme una copia para tener más a mano los recuerdos).
Yo mismo aprendí de ese libro sin haberlo leído, porque la voz de mi padre lo sembró en mi memoria, la fábula de “La Zorra y las Uvas”. Déjenme traerlo de mis recuerdos para escuchar otra vez la voz de mi padre diciéndola:
Una zorra hambrienta
unas uvas vio,
y dijo. “¡Qué lindas!
¡Me las como yo!”
Y brincó a cogerlas
y otra vez brincó;
y por más que quiso,
no las alcanzó.

“¡Están verdes!”, dijo,
“¡no las como yo!,
pues morirme puedo
de la indigestión.”

Este fue el primer escalón que don Santiago, mi padre, me puso para subir al cielo de las palabras, para salir al mundo: desde entonces quise saber más de esas palabras que hacían música, de esas palabras que nomás por repetirse se oían de maravilla, de esos sonidos que, acomodados como notas musicales, hacían bonitas las palabras. Se llaman versos, supe después.
Luego me supe de la escuela en carne propia y ahí descubrí la existencia de muchos libros y busqué en ellos las palabras que hacen soñar, las que tienen música, las que dicen que vienen de los dioses, de las musas. Recuerdo, y ahora cito de memoria también porque no tengo esos libros de mi infancia, un poema del libro de cuarto grado, que me parecía triste y me hacía llorar:
La cabra suelta en el huerto
andaba comiendo alfalfa,
perejil comió después
y después ramas de salvia.
Nadie la vio, si no yo,
mi corazón la miraba,
ella seguía comiendo
flores y ramas de salvia

Nunca he sabido (y ahora que ustedes lo acaban de leer, tampoco entenderán, seguramente) porque este poema me ponía tan triste: ¿es acaso que la cabra estaba sola, porque nadie la veía? ¿o qué mi corazón la miraba? No lo sé, pero es justo en esos dos versos donde siento que el corazón se me hace un nudo y luego quiero llover.
Creo que por esa época de la cabra es cuando subí un escalón más de palabras que me llevaron a saber de la vida, de otra vida, de un mundo distinto al de mi pueblo.
Mi madre seguía con la idea de salir del pozo y ponía toda su esperanza (absolutamente toda) en la escuela: ella pensaba que subiendo grados escolares subía uno también hacia un mundo mejor. Ella no se equivoca. Y mi padre, cada día más cansado, revisaba nuestros libros de primaria, nos leía con su voz lenta y hermosa y seguía trabajando por todos.
Así llegué a la escuela secundaria, casi milagrosamente. Yo era feliz, porque seguir en la escuela significaba más libros, más palabras de música y del alma y así fue…
El maestro de Español nos explicó (nos embrujó más bien con palabras) sobre los poemas: que si había que medirlos para hacerlos cantar, que si la rima puede hacerlos que bailen, que si la metáfora era la clave oculta de los sueños; en fin. Empezó convertirnos en alquimistas de los versos. Yo hice unos donde decía lo contento que era de vivir en ese pueblo (creo que en realidad me refería a mis padres). Mi brebaje de rimas, métricas y metáforas surtió efecto en muchos compañeros de la escuela y en la gente del pueblo: me volví un niño famoso. Estaba subiendo los primeros peldaños de la escalera que mi padre empezó a construir antes de la escuela.
El mismo hechicero de Español me enseñó algunos trucos de palabras: a darle mi propia voz a los poemas de los otros, a declamar. Y entonces, desde esa escalera de versos podía sentirme diferente, mirar el mundo distinto, asomarme a otras posibilidades.
Sí. Fue la escuela. Pero especialmente los libros de texto. Fueron particularmente los libros de Español que contenían palabras para escalar, para subir los sueños, pero para trepar también sobre las realidades.
Por eso seguí el camino de salones y los libros y fue en la escuela normal, la que me hizo profesor, donde pude ver claramente esta escala: conocí a los poetas de México (Velarde me dejó temblando, Castellanos me prestó su pesimismo, y los “contemporáneos” me hicieron sonreír), a los de América (Darío me puso pensativo mucho tiempo, Cardenal encendió mi sangre, Neruda todavía me persigue) y muchos del mundo (habría que ver las cicatrices de mi alma). Sabía que podía leer. Sabía que podía seguir construyendo escalones con mis propias palabras y ascendí: hice poemas, gané concursos (y me pagaron), publiqué, intento escribir desde entonces y ese intento me hace feliz.
Hay una escalera de versos que construyó mi padre (mi mamá puso su esfuerzo discretamente) y en ella voy: desde aquí sigo viendo que hay que hacer escalinatas con las escuelas, con las palabras, con la lectura. Intento peldaños con mi voz. Mis hermanas dicen que verme subir escalones les animó a seguirme. Ahora todos somos más altos (o al menos no estamos en un pozo.
Hace tiempo que mi padre no lee, desde la secundaria yo empecé a describirle el mundo desde otra altura. Él no sabe lo que hizo con sus tardes de palabras de oro: que vivo en la capital, que escribo libros y que cambió mi vida (y la de de mis hermanas) con su hermosa escalera de palabras.
México, D.F. octubre de 2008.